En 1915, Jean Renoir, de 21 años, casi pierde la pierna después de ser gravemente herido en el frente. Acaba de recuperarse en Collettes, la casa de su padre en Cagnes-sur-Mer. Mientras la guerra arrasa el país y lo baña en sangre, la edénica casa del viejo pintor exalta a la vida. Y aquí es donde Jean conoce a la incandescente Andrée, la última modelo de su padre, que será su esposa y la estrella de sus primeras películas bajo el nombre de Catherine Hessling.

Fuente de vida tanto para el padre que camina hacia la muerte como para el hijo aún “no nacido”, Andrée Heuschling también abre el tortuoso camino de sus deseos amorosos y artísticos. Su destino, único en la historia del arte, es convertirse en modelo y actriz en una encrucijada entre la pintura y el cine, y en el objeto de un complejo de Edipo artístico entre padre e hijo.

Aplastado por la poderosa figura paterna, Jean es un joven carente de vocación, un solitario falsamente alegre que encontró consuelo en la fraternidad de las trincheras. Es un producto de la burguesía, pero prefiere hacer el papel de audaz héroe de la clase obrera.

Si la última creación es obra de la verdad, el último periodo de Auguste Renoir rechaza cualquier meditación acerca de la finitud. Dos de sus hijos han sido heridos en el frente. Pero ni el fallecimiento de su esposa ni la parálisis que se apodera de él poco a poco se dejan notar en sus últimos cuadros. Noble y heroico hasta su agonía, decidido a fijar toda la gracia del deseo y toda la alegría de la vida, Auguste Renoir recreó en su jardín el paraíso pictórico de sus maestros: Rubens, Giorgione, Tiziano y la escuela francesa del siglo XVIII. Durante toda su vida pintó sobre todo a mujeres, flores y niños.

La película me vino a la cabeza al imaginar su extraño taller de madera y cristal escondido en el corazón del edén mediterráneo, más parecido al primer taller de D. W. Griffith que al de un pintor. De la misma forma que Jean empieza a imaginar el cine.

Andrée, decidida a convertirse en actriz, comunica al joven su pasión por el cine. Jean deja que ella decida por él, y en eso es fiel a la teoría de su padre: dejarse llevar por la vida como el corcho por el agua. Años después reconocerá que “me metí en el cine con la única esperanza de convertir a mi mujer en una estrella”. Y añadió, ya que la pareja de artistas acabó siendo un fracaso total: “El cine fue para nosotros una divinidad feroz”.

Para describir el acto de pintar, es vital deshacerse de los lugares comunes: no se puede filmar a alguien pintando. ¿No fue el mismo Jean Renoir quien dictó este dogma? Nunca dejó de renegar de las artes plásticas, como si quisiera integrar el trabajo de su padre en el suyo propio. Pero, naturalmente, Una partida de campo contradice lo anterior, como también ocurre con los colores en El río, donde el Ganges, verde paraíso velado de duelo, nace en los verdes de Collettes.

Las herramientas actuales permiten al cineasta hacer ver que el actor está pintando de verdad; la cámara capta el intoxicante acto de pintar, sigue la obra paso a paso, forma pura en movimiento. Filma “el aterciopelado de la piel que no refleja la luz”, como decía Renoir hablando de su modelo. Se mueve de un plano del artista ante el caballete con el pincel sujeto con vendas a la mano, a uno de Jean convertido en el ayudante de su padre, aprendiz de cineasta, para acabar en Andrée, rebosando juventud y belleza, y de vuelta al cuadro que empieza a cobrar vida. Una danza circular en la que el mismo impulso empuja a los personajes y a la obra.

Con esta película, vuelvo a mis orígenes, al Mediterráneo. Tierra de ocres y de verdes profundos, del poderoso mistral y del Azul Klein (Klein Blue), de luz y de agua. Mis sueños cinematográficos se nutren de las sustancias de mi tierra natal. Y mientras hacía de cazador furtivo en el territorio de Renoir, me sumergí en pensamientos de agua.

Al igual que el hijo, el padre siempre siguió el curso del agua y de sus mujeres. Mi sueño es una película tan fluida y sinuosa como un río, donde las escenas fluyen en una única corriente, evitando siempre – tal como recomendaba Jean Renoir en su manual de caballería – un paso rígido o exagerado.