Lights in the Dusk habla de la soledad, un tema estudiado con frecuencia. Sin embargo, en la mayoría de los casos, el espectador no tiene que enfrentarse a la auténtica soledad. La imagen de la soledad que ofrece esta película no tiene puertas traseras ni resquicios por donde puedan colarse sentimentalismos o pequeños detalles idealistas que destruirían el resultado. En Lights in the Dusk ha desaparecido la iluminación romántica y la ilusión de cuento de hadas que suele usar Aki Kaurismäki para aportar un toque mágico a sus obras. La película empieza con una escena urbana, quizá la mejor y más compleja descripción realizada por este gran retratista de ciudades, presentando a la vez la imagen de una Finlandia de postal y de una Finlandia popular, el barrio Ruoholahti de Helsinki, un auténtico laberinto arquitectónico de la conciencia.
Finlandia es más próspera que nunca. Koistinen, el guarda de seguridad (Janne Hyytiäinen) está en contacto directo con el éxito. Protege grandes fortunas. Tanto su lugar de trabajo como su humilde casa están ubicados en una zona urbana, auténtica metáfora del éxito. Pero entre las sombras emergen ciudadanos atormentados. El sadismo cotidiano se infiltra por todas partes, como si se transmutara en quienes lo practican. La violencia refleja el malestar psicológico reinante. También a Koistinen le golpean a intervalos regulares, como si se tratara de ciclos lunares.
Lights in the Dusk concluye un ciclo compuesto por tres películas conocido como “La trilogía del perdedor”. Las dos anteriores, Nubes pasajeras y Un hombre sin pasado, también fueron seleccionadas para competir en el Festival de Cannes. Un hombre sin pasado es la historia de una vida que debía reconstruirse a partir de cero. Lights in the Dusk cuenta la historia de un hombre en sombras o, mejor dicho, una historia en la que el mundo está lleno de sombras para un hombre empeñado en defender unas cualidades y una humanidad pasadas de moda. Han sido sustituidas por la traición y la mentira, una absurda e insolente división económica. Es tan claro como un teorema: la propiedad, a escondidas o abiertamente, es un robo.
No hay una sola imagen que hubiera podido ser firmada por otro director. Tampoco hay una sola frase en los diálogos que hubiera podido ser escrita por otro director. La banda sonora también es excepcional, con el magnífico toque de dos reyes del tango: el argentino Carlos Gardel, al que todos conocen, y el finlandés Olavi Virta, al que solo conocen unos pocos extranjeros, pero que debería ser conocido por todos. Y, en medio de todo esto, un hombre extraño, otra aparición onírica en el mundo de Aki Kaurismäki. Los grandes ladrones no quieren problemas, el guarda de seguridad Koistinen es la perfecta víctima sustitutoria. Ya lo dice el jefe mafioso: “Fiel como un perro, un idiota romántico”. La imagen profesional que Koistinen tiene de sí mismo le impide hablar de nadie. Por eso no hablará de la chica que le ha traicionado. Es un agente moral que está fuera de la dimensión actual de la sociedad. La sociedad no puede llegar a comprender y menos aún proteger a personas como él.
La cruel ecuación está basada en el personaje de Koistinen; a través de una mente muy cerrada se abre un cruce social muy amplio. Ahí está la paradoja y, sobre todo, la belleza de la película. El protagonista está completamente solo hasta los últimos fotogramas. De pronto, todo cambia y de ese cambio surge el profundo poder de las imágenes. Una de las descripciones cinematográficas más austeras de la soledad concluye con la observación de que el hombre no está tan solo después de todo. Dos es la unidad más pequeña, quizá la única, como ocurre al final de las películas de Nicholas Ray. Aki Kaurismäki acaba de realizar su obra más incorruptible y poderosa.
Peter von Bagh
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