Deepa Mehta sigue adelante con la valiente exploración
del pasado de la India con la perfectamente equilibrada historia de una
joven hindú cuya vida cambia de la noche a la mañana por
culpa de la tradición y de la religión.
Sumergiéndose en la India de los años treinta, la realizadora
ha rodado una inspirada película acerca de una joven que rehúsa
aceptar su suerte y que decide luchar contra las poderosas costumbres
religiosas que la convierten en una prisionera sin futuro.
La acción transcurre con el Ganges de telón de fondo durante
la época de Gandhi. Chuyla (Sarala), a pesar de sus ocho años,
está casada; su marido muere de repente. Según la costumbre,
le afeitan la cabeza y se la llevan a un “ashram” para viudas
donde deberá expiar los pecados que cometió en otras vidas
y que han causado la muerte de su marido. En realidad, es un exilio del
que ninguna viuda puede escapar. El “ashram” está lleno
de mujeres, viejas y jóvenes, cada una con historias, esperanzas
y temores. Algunas han aceptado su suerte, a otras les puede la amargura.
La incansable Chuyla empieza a moverse por este mundo y a aprender lo
que puede enseñarle.
Agua es la película más rica y compleja de
Deepa Mehta hasta la fecha. Es la obra de una humanista, realizada con
una tremenda ternura y verdadera preocupación por la situación
de sus personajes. Los retratos cuidadosamente caracterizados de las mujeres
que pueblan la película tienen mucha textura y son entrañables,
desde la anciana Madhumati (Manorma) que dirige el “ashram”
hasta Kalyani (Lisa Ray) que busca consuelo al otro lado del río
cuando oscurece. Pero la película gira alrededor de la extraordinaria
interpretación de Sarala en el papel de la niña Chuyla,
una joven cuyo espíritu no se doblega. Su rechazo tiene un gran
poder emotivo y hace que Agua vaya más allá
de un duro cuento de privaciones y se convierta en una película
para la posteridad.
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