Entrevista con
Jean D'Ormesson (El presidente)
Conocíamos al académico, al filósofo, al escritor y
al columnista. En LA COCINERA DEL PRESIDENTE (Les saveurs du palais) descubrimos al actor.
Al no poder hacer el papel Claude Rich por cansancio, Etienne Comar llamó a mi editora para preguntarle si me interesaría el papel. Dio la casualidad de que estaba en su despacho y me lo pasó. “Es para hacer de presidente de la República en una película de Christian Vincent, piénselo”, me dice. “¿Pensarlo? Ni un minuto, acepto”, contesté. Pocas veces en mi vida había tomado una decisión tan rápida. Creo que también me dijo que se trataba de una película acerca de la cocina. Pensé inmediatamente en El festín de Babette, de Gabriel Axel, una película que adoré.
¿Conocía la historia de Danièle Delpeuch, la cocinera de Mitterrand, que inspiró la película?
En absoluto. Confié plenamente en Etienne Comar y Christian Vincent. Había visto
De dioses y hombres, una película magnífica, con eso me bastaba. Conocí a Danièle Delpeuch después. Es todo un personaje.
¿Cómo preparó el personaje del presidente?
No me separaba del guión, lo leía cada noche antes de dormir. Fue muy útil porque las escenas seguían en mi cabeza durante la noche. No leí el libro de Danièle Delpeuch hasta mucho después. También leí el maravilloso libro de Edouard Nignon,
Eloge de la cuisine française, del que el presidente habla con su cocinera. Tenía que alimentar a mi personaje, pero seamos objetivos, el papel del presidente, que puede parecer central, es totalmente secundario.
Ha conocido a todos los presidentes de la V República. Estudió con Georges Pompidou, tiene un apellido con partícula como Valéry Giscard d’Estaing, es de derechas y gaulista como Jacques Chirac y era amigo de François Mitterrand, con el que compartía la pasión por la literatura. ¿Se inspiró en ellos para el papel?
Muy poco. Pensé en Pompidou, que se parecía algo al personaje, y en Mitterrand, porque también le gustaba la “pularda de medio luto”. En realidad, pensé sobre todo en mi padre, el embajador. ¿Cómo se habría comportado en estas circunstancias? De forma natural, con un toque de dignidad. No había que ser ridículo ni pomposo, pero era el presidente de la República. Es una función casi religiosa que se mide mediante un sinfín de detalles, y había que conferirle una especie de simplicidad sagrada. Uno de los problemas de Nicolas Sarkozy es haber enturbiado la imagen del presidente.
¿Un recuerdo divertido del rodaje?
Durante la preparación, la encargada de vestuario me dijo: “Habrá que comprarle trajes y camisas”. Y yo le contesté, con cierta altivez: “Verá, mis trajes se parecen mucho a los del presidente de la República. Cuando voy a la Academia, incluso llevo la legión de honor”. Vino a casa y estuvo de acuerdo en que mis trajes podían servir, pero hubo un problema con las camisas. Todas llevan mis iniciales, no servían. Me encargaron camisas de la famosa tienda Charvet. Parecían las mías.
¿Un recuerdo menos divertido?
La escena en que bajo a la cocina. Era más difícil que las anteriores. Debo comer y beber allí. Surgió un problema bastante molesto. Soy un poco sordo y llevo aparato. Se puso a silbar. Me lo quité, pero ya no oía lo que decía Catherine. Fue horrible. Créame, no me tomé el papel a la ligera.
Entrevista con
Etienne Comar (Guionista - Productor)
¿Cómo nació el proyecto?
Me apetecía lanzarme a hacer una película que tratara de la emoción culinaria. Hace tres años leí en “Le Monde” un artículo de Raphaëlle Bacqué dedicado a Danièle Delpeuch: una página en la que hablaba de sus años en el Palacio del Elíseo. Su historia me cautivó inmediatamente porque no se trataba de un gran cocinero o de un restaurador, sino de una mujer, de una cocinera sencilla y auténtica. Yo estaba en el Périgord y me puse en contacto con ella: “Venga a comer el domingo”, me dijo. Fui a La Borderie y descubrí un lugar maravilloso, mitad granja mitad restaurante. La comida duró cinco horas. Comimos divinamente, y enseguida me sorprendió su sociabilidad, la forma que tiene de hacer participar a los invitados en la comida. Hablamos mucho de su vida. Además de haber cocinado para un presidente de la República, me di cuenta de que tenía una fuerte dimensión novelesca.
¿Cómo la describiría?
Su vida es una serie de rupturas, de compromisos impulsivos. Era agricultora, dejó su profesión y a su marido, algo que no se hacía en su ambiente en la época; fue una de las primeras en organizar “fines de semana foie y trufas” en la granja a principios de los años 70; se fue a Estados Unidos a dar clases de cocina. Luego vino el episodio del Eliseo, seguido por un año en la Antártida. Tiene un nuevo proyecto, conseguir que crezcan trufas en Nueva Zelanda. Es una aventurera que siempre ha ligado su vida a la cocina.
Me sorprendió otra cosa durante este primer encuentro. Danièle me había invitado a una comida familiar en un ambiente “rústico” o, al menos, eso pensé. Pero descubrí que había de todo: amigos intelectuales de Nueva York, un periodista especializado en economía, una abogada internacional y, desde luego, miembros de su familia. Era una mezcla de personalidades muy diferentes que subrayaba la complejidad de la anfitriona. Danièle siente un gran respeto por las tradiciones, sin dejar de abrirse al mundo y de poseer un agudo sentido de la modernidad. Es a la vez local y mundial, sencilla y complicada. Había encontrado a un auténtico personaje de ficción.
¿Y luego?
Estaba encantado, y enseguida pensé que podía convertir la historia de esta mujer en una película. Catherine Frot se impuso rápidamente en mi cabeza para interpretar a Danièle. Ambas tienen el mismo grado de exigencia hacia su trabajo. Me quedaba por encontrar un realizador que entendiera la gastronomía. Sabía, gracias a un amigo en común, que Christian Vincent lo era (además de ser un muy buen director de actores). Es un enólogo que adora el tipo de cocina que prepara Danièle; él mismo cocina y le gusta compartir ese placer con otros.
No tardamos en ponernos de acuerdo acerca de la dirección que debía tomar el guión: la película se centraría en “el poder de la cocina” y en “la cocina del poder”. Y para obtener un contraste, decidimos incluir el episodio de Danièle en la Antártida. Así, el reconocimiento que el personaje de Hortense no obtuvo en el Elíseo, le llega en la otra punta del mundo.
En 1997, Danièle Delpeuch publicó un libro, Mes carnets de cuisine, du Périgord à l’Élysee. ¿Le sirvió de inspiración para el guión?
Poco… Hemos usado algún que otro recuerdo jocoso, momentos con el presidente. El guión es una mezcla entretenida de cosas reales y elementos inventados. Había que plasmar la sensación de “pulpo en un garaje” que provoca Hortense al llegar al Elíseo. No sabe nada de las reglas de protocolo, solo piensa en su trabajo. Se comunica directamente con el presidente y no hace caso a los consejeros que intentan inmiscuirse en su cocina. Pero le sale mal. Cada vez se preocupan más por lo que come el presidente debido a sus problemas de salud.
Lo pasamos muy bien escribiendo el guión, pero debíamos ceñirnos a lo esencial. En cuanto al último día de Hortense en la Antártida, es totalmente imaginario.
En la película, ¿por qué es tan importante la cocina para el presidente?
En parte por su gusto personal y también por su función. Para Pompidou, al igual que Mitterrand y Chirac, el ceremonial de la comida era muy importante. Se trataba de un ritual de sociabilidad, una forma de apreciar a Francia, su geografía, sus productos, su cultura. Cuando el presidente dice: “Deme lo mejor de Francia”, roza lo ridículo, pero también demuestra su cariño por el país.
Puede parecer paradójico, pero es imposible no ver cierto paralelismo entre De dioses y hombres, de la que es productor y coguionista con Xavier Beauvois, y esta película. La cocinera se mueve con un fervor casi religioso.
No iré tan lejos… Pero es verdad que cuando Hortense cocina, se abstrae totalmente para dar lo mejor de sí misma a los demás. En este sentido, su fervor se asemeja al de los monjes, pero también al de cualquiera que tiene una vocación. Me conmueven las personas que demuestran humildad ante su profesión y están al servicio del arte que ejercen. Sienten la exigencia moral de hacer lo mejor, incluso molestando a los demás. La vida personal de Hortense desaparece ante su misión.
Han podido rodar varios días en el mismo Elíseo, algo inaudito hasta ahora.
Tuvimos una suerte excepcional. Cuando presentamos
De dioses y hombres en el Elíseo, aproveché para preguntar si podía visitar las cocinas. Ya estaba pensando en la película. Fue inolvidable. Volvimos posteriormente con Christian Vincent para ver los “armarios”. Descubrimos las mejores vajillas, los mejores cubiertos, las mejores copas, y supimos inmediatamente lo fantástico que sería filmar el conjunto.
También nos divertía que la historia tuviera lugar en el Elíseo, en el corazón del Estado; pero nunca se habla de política.
¿Cómo fue el rodaje con tantos platos que preparar?
Era muy importante que la emoción culinaria traspasara la imagen. Instalamos una cocina con tres expertos cerca del decorado: Gérard Besson, el antiguo chef con varias estrellas del restaurante homónimo situado en la calle Coq Héron; Guy Legay, otro antiguo chef con estrellas del Ritz, y Elisabeth Scotto, una estilista culinaria que colabora en la revista Elle. Dejamos claro que todos los platos debían tener un aspecto maravilloso, pero también debían ser comestibles. Los actores tendrían comida de verdad delante, nada de esos platos ficticios que suelen verse en los anuncios. También sabíamos que gran parte del éxito residiría en los detalles de esos platos.